El artículo 1043 del Código Civil: colación en herencia de lo pagado para que otro luche y muera en vez del hijo

El artículo 1043 del Código Civil dispone lo siguiente:

«Serán colacionables las cantidades satisfechas por el padre para redimir a sus hijos de la suerte de soldado, pagar sus deudas, conseguirles un título de honor y otros gastos análogos.»

El texto del artículo está vigente sin cambio desde la redacción original del Código Civil en 1889. El precepto consta de cuatro incisos (son colacionables en la herencia del ascendiente lo pagado para redimir «de la suerte de soldado», el «pago de deudas» de los hijos, «conseguirles un título de honor» y gastos análogos), y tiene dos particularidades:

1) la particularidad de que, en realidad, se refiere a caso de los hijos varones, legalmente o en la práctica; legalmente, los hijos varones era quienes iban al servicio militar y, en la práctica, a quienes se conseguía un «título de honor» previo pago, y lo del pago de deudas era en relación con las deudas de juego y gastos de darse buena vida de los jóvenes varones, en especial los menores de edad;

2) la particularidad de que dos de sus apartados, «la redención de la suerte de soldado» y pagar por un título de honor, solo eran aplicables a los ricos.

Este artículo es, pues, mucho más que precepto con anacronismos. Es una lección legislativa de Historia, de Historia del Derecho y de cambios sociales; y también de cómo la pereza del legislador, tan despilfarrador de letras en tanto aluvión de normas cotidianas, en el Código Civil ha dejado tal cual un artículo con un inciso que es legalmente inaplicable desde la primera década del siglo XX. Me voy a centrar en el inciso «la suerte de soldado».

El varón a quien por sorteo («la suerte») le correspondía el servicio militar en una época en la que la duración del servicio era de varios años, España tenía guerras habitualmente y existía para el soldado elevado riesgo de morir por acción de guerra o de enfermedades por ser obligado a asentarse en zonas insalubres y de volver con gran quebranto de cuerpo y salud, y si no encontraba posibilidad de entrar en las exenciones por motivos de salud o por circunstancias familiares, se encontraba ante dos posibilidades:

  • la primera posibilidad, ir al servicio militar, lo cual significaba siempre riesgo real y grave su vida y su salud y alejarse largo tiempo de su familia con lo que implicaba en época de comunicaciones difíciles y también de corta esperanza de vida que ocasionaba que, al volver, los familiares estuvieran muertos, y, además, en ocasiones, dejar desatendida a la familia en niveles de miseria, por ser época de nivel de vida general ínfimo, el trabajo de un varón joven fundamental y no existir los servicios sociales
  • y la segunda no ir al servicio militar, para lo cual había dos vías, una de ellas legal y otra ilegal:
    • la vía legal, desertar, o sea, huir; y la Gaceta, antecedente del Código Civil, está lleno de casos de quintos huidos, a quienes se perseguía
    • y la vía legal, ser rico, él o su familia.

Y, siendo rico, había dos sistemas para eludir el servicio militar:

  • pagar una cantidad importante directamente al Estado para «redimir la suerte de soldado», y estamos hablando de cantidades tan altas que eran equivalentes al salario de varios años de un jornalero, además de que, indirectamente significaba que irían otros a la guerras
  • o pagar lo que se pactara a un pobre desgraciado que, movido por la miseria, consintiera en «sustituir» al quinto.

La Ley de Reclutamiento y Reemplazo del Ejército de 1885, tanto antes como después de la reforma de 1896, tenía un capítulo titulado «de la redención y sustitución». En cuanto a la «redención», establecía la posibilidad de «redención» del servicio militar mediante el pago de 1.500 pesetas o 2.000 pesetas, según casos; en cuanto a «sustitución», aparte de la sustitución entre hermanos (dolor da pensar en los dramas a los que daría lugar la posibilidad de que una familia tuviera que escoger entre mandar a luchar y morir a un hijo o a otro), consistía en que se pagara a un tercero en «sustitución» para que fuera «sustituto», para lo cual solo había que acreditar la aptitud física y, si era menor, la autorización del padre «y en su defecto, de la madre».

Es decir, que la «redención» requería disponer de una importante cantidad de dinero; y para la sustitución bastaba con encontrar a alguien dispuesto a someterse por relación de poder a cambio de lo que le impusieran las circunstancias.

El legislador, hipócritamente, no entraba en mediante qué fórmulas jurídicas alguien se comprometía a «sustituir» a otro y en cuánto había que pagarse por ello, si mucho o poco pero siempre en importe inferior a las 1.500 o 2.000 pesetas que habría que pagar directamente al Estado, evidentemente, ni en hasta qué punto era libre la voluntad del sustituto; de hecho, ni siquiera se exigía que la sustitución fuera mediante pago de dinero. Lo único que le importaba al legislador, y volvemos al Código Civil, es si esas cantidades pagadas al Estado o al «sustituto», si a este se le había pagado algo, eran o no colacionables en la herencia; en la herencia, no de todos en realidad, sino solo en la de los pocos privilegiados que tenían dinero o poder para ello.

La posibilidad de redención y sustitución fue derogada en 1912 por la Ley de Reclutamiento y Reemplazo de 1912, la cual estableció el servicio militar obligatorio de carácter personal y prohibió expresamente la redención y la sustitución; es decir, evitó que los ricos pudieran evitar ir a la guerra por el hecho de serlo.

El caso de la sustitución lo tenemos reflejado literariamente en el cuento de Leopoldo Alas «Clarín» titulado «El sustituto», un cuento de tono irónico y tierno, y también jurídicamente indiscutible; téngase en cuenta que Clarín no fue sólo un extraordinario escritor, sino jurista de alto nivel, equivalente de lo que hoy sería catedrático de Derecho Civil, y sabía de lo que hablaba. El cuento, publicado, según Wikipedia, en 1893, es decir, ya vigente el Código Civil, trata de Eleuterio, señorito de pueblo ocioso que se dedica a escribir poemas, cuyo acaudalado padre, que no tiene dinero suficiente para «redimir» a su hijo pagando directamente al Estado, sí consigue librar a su hijo mediante una cantidad menor, mediante el sistema de condonar las deudas a una mísera arrendataria a cambio de que el hijo de ésta, Ramón, apodado «Gallina» por lo tímido y físicamente desmedrado, vaya a la guerra por él, que ha salido quinto. Eleuterio, llevado por escrúpulos de conciencia que le surgen de repente cuando está escribiendo una oda épica a la patria, viaja al norte de África a ver qué ha pasado con «su sustituto», lo encuentra muriéndose por fiebres causadas por las malas condiciones sanitarias y, siendo poeta, se deja llevar de la poesía y, con la connivencia del capitán, decide hacerse pasar por el muerto y, luchando como si fuere el muerto de forma deliberadamente muy heroica, muere heroicamente. El cuento acaba así:

«Cuando el capitán, años después, en secreto siempre, refería a sus íntimos la
historia, solían muchos decir:
«La abnegación de Eleuterio fue exagerada. No estaba obligado a tanto. Al fin, el otro
era sustituto; pagado estaba y voluntariamente había hecho el trato».
Era verdad. Eleuterio fue exagerado. Pero no hay que olvidar que era poeta; y si la
mayor parte de los señoritos que pagan soldado, un soldado que muera en la guerra, no
hacen lo que Miranda, es porque poetas hay pocos, y la mayor parte de los señoritos son
prosistas.
«

Eleuterio fue «voluntariamente». ¿Voluntariamente?

«-¡Maldito Ramón! Es decir… maldito, no, ¡pobre! Al revés, era un bendito.
Un bendito… y un valiente. Valiente… gallina… Pues Gallina le llamaban en el pueblo por su timidez; pero resultaba una, gallina valiente; como lo son todas cuando tienen cría y defienden a sus polluelos.
Ramón no tenía polluelos; al contrario, el polluelo era él; pero la que se moría de frío y de hambre era su madre, una pobre vieja que no tenía ya ni luz bastante en los ojos para seguir trabajando y dándoles a sus hijos el pan de cada día.
La madre de Ramón, viuda, llevaba en arrendamiento cierta humilde heredad de que era propietario don Pedro Miranda, padre de Eleuterio. La infeliz no pagaba la renta.¡Qué había de pagar si no tenía con qué! Años y años se le iban echando encima con una deuda, para ella enorme. Don Pedro se aguantaba; pero al fin, como los tiempos estaban malos para todos, la contribución baldaba a chicos y grandes; un día se cargó de razón, como él dijo, y se plantó, y aseguró que ni Cristo había pasado de la cruz ni él de allí; de otro modo, que María Pendones tenía que pagar las rentas atrasadas o… dejar la finca. «O las rentas o el desahucio». A esto lo llamaba disyuntiva don Pedro, y María el acabose, el fin del mundo, la muerte -suya y de sus hijos, que eran cuatro, Ramón el mayor. Pero en esto le tocó la suerte, a Eleuterio, el hijo único de don Pedro, el mimo de su padre y de toda la familia, porque era un estuche que hasta tenía la gracia de escribir en los periódicos de la corte, privilegio de que no disfrutaba ningún otro menor de edad en el pueblo. Como no mandaban entonces los del partido de Miranda, sino sus enemigos, ni en el Ayuntamiento ni en la Diputación provincial hubo manera de declarar a Eleuterio inútil para el servicio de las armas, pues lo de poeta lírico no era exención suficiente; y el único remedio era pagar un dineral para librar al chico. Pero los tiempos eran malos; dinero contante y sonante, Dios lo diera; mas ¡oh idea feliz!
«El chico de la Pendones, el mayor… ¡justo!». Y don Pedro cambió la disyuntiva de marras y dijo: o el desahucio o pagarme las rentas atrasadas yendo Ramón a servir al rey en lugar de Eleuterio. Y dicho y hecho. La viuda de Pendones lloró, suplicó de rodillas; al llegar el momento terrible de la despedida prefería el desahucio, quedarse en la calle con sus cuatro hijos, pero con los cuatro a su lado, ni uno menos. Pero Ramón, la gallina, el enclenque sietemesino, alternando entre las tercianas y el reumatismo, tuvo energía por la primera vez de su vida, y a escondidas de su madre, se vendió, liquidó con don Pedro, y el precio de su sacrificio sirvió para pagar las rentas atrasadas y la corriente. Y tan caro supo venderse, que aún pudo sacar algunas pesetas para dejarle a su madre el pan de algunos meses… y a su novia, Pepa de Rosalía, un guardapelo que le costó un dineral, porque era nada menos que de plata sobredorada.
«

¿Voluntariamente?

Y esto, sigue, hoy en el Código Civil. Inaplicable desde hace más de un siglo, pero sigue.

¿Qué otro caso, por cierto, se puede pensar hoy en día en el que una persona, esta vez una mujer, pone «voluntariamente» su cuerpo y en riesgo su salud a cambio de dinero para beneficio de otro más rico, y no estoy pensando en la prostitución? Efectivamente: la eufemísticamente llamada «gestación subrogada», tan eufemística como eufemístico era el término «sustituto» en la legislación española.

Verónica del Carpio Fiestas © Madrid, 2024